Hace algunos meses hice un viaje con mis padres por la costa norte de Veracruz antes de que ellos dejaran su casa en ese estado. A mi madre se le agravaron sus problemas respiratorios con la humedad y los cambios de temperatura. Eso, aunado a la ola delictiva (secuestros, asaltos, extorsión, etc.) que se vivió antes de las elecciones presidenciales del año pasado, provocaron que mis padres dejaran la casa en donde habían estado viviendo los últimos tres años, y a la cual precisamente habían llegado para alejarse de la contaminación, el bullicio y el crimen de la Ciudad de México.
Encontré el mismo mar de siempre. El mismo que vi por primera vez en mi vida cuando tenía alrededor de un año de edad. Playas de arena oscura, corrientes de agua que creaban olas que se cruzaban, se encimaban, luchaban unas con otras... y un cielo azul pintado de nubes alargadas y finas, otras pesadas e infinitas y otras macizas volando a gran altura.
Caminé por la playa que conocía tan bien encontrando aquí y alla diversos objetos traídos por las olas. Encontré un tintero que escribía historias submarinas, historias de pescadores tostados por el sol, de monstruos marinos y lanchas que se mecen en el fondo del oceano.
Encontré monumentos que desafiaban a los vientos frios y que se recortaban orgullosos contra el cielo inquieto. Silenciosos. Solemnes.
Encontré edificaciones hechas de espuma salada que reflejaban todos los colores del arcoiris y que temblaban timidamente hasta desaparecer sin haber dejado testigo alguno, volviendose sal, arena y un suspiro.
Encontré también un corazón enmarañado, cansado de sufrir, convertido en roca por su duro palpitar, esperando el momento de liberarse de esos sentimientos que lo atribulaban. Quise ayudarlo pero sabía que él solo encontraría su liberación y eso lo haría más fuerte y puro.
Otros seres dejaban pasar la luz a través de ellos y uno podía ver el mundo todo distorcionado. A veces se arrastraban por la playa delicadamente, otras veces, el viento los hacía volar a su antojo como meros juguetes.
Otros ya se habían cansado de luchar y simplemente yacían a merced de las olas... con cada ola parecía irse escapando algo dejando líneas luminosas.
Había también casas en forma de pez, con sus bardas de algas, jardines de conchas y caracolas, caminitos hechos de piedrecillas y cangrejos que tocaban alegres melodías al atardecer.
Otras veces encontré pescados rodeados de cristales brillantes en un abrazo amoroso, con sus ojos perdidos y oscuros, con sus escamas plateadas centelleando como armaduras de metal. Preferí no molestarlos y seguir mi camino.
A veces me daba cuenta de que todo eso era basura y que venía de muy lejos viajando por los arroyos y los ríos hasta llegar al mar: montones de plástico, metal y vidrio cuya desintegración tardaría -quizás- más que lo que durarían nuestras vidas.
Incluso pude asistir al último aliento de un dragón que entregaba su cuerpo a los oceanos. Ajeno a este tiempo y su ajetreó, por fin quedó ahí tirado convirtiendose en un tronco enrredado y podrido.
Todo eso estaba ahí, mas o menos invisible. Solo se podía observar buscando lo que no se puede tocar, lo que no existe y tal vez nunca existió... Y sin embargo ahí estaba.
Un gran saludo a mi hermosa familia de Veracruz. Los extraño.
Otro saludo bien grande a Sophie en Francia porque algún día quiero ilustrar un cuento que ella escriba. Un abrazo.